domingo, 31 de octubre de 2010

CON LOS OJOS BIEN ABIERTOS

“El límite de mi mirada es el límite de mi mundo".
De un tiempo para acá ya no puedo orar con los ojos cerrados como solía hacerlo.  Creo que comenzó con mi breve estadía en Santa Elena.  Allí mis devocionales se hicieron más intensos y ricos.  La belleza del lugar, con su cielo azul y amplio, el viento, el frío, el sol, el verde de la hierba y los árboles, me invitaban a orar con los ojos abiertos, y creo que me acostumbre.  La otra razón se la atribuyo a mis caminatas de meditación por los alrededores, algunas veces solo, y otras, acompañado por Marlene.  ¡Es difícil caminar con los ojos cerrados!
Meditar mientras se contempla la increíble belleza de la naturaleza, mientras se camina y se busca en tu interior para mirar la belleza de tu ser y la de otros.
¿Por qué oramos con los ojos cerrados?  Será que al cerrarlos podemos ver a Dios mejor de como lo haríamos con los ojos abiertos.  Acaso los cerramos para poder concentrarnos, para poder aislarnos del mundo y poner toda nuestra atención en nuestro articulado discurso ante la presencia del gran Dios.
Y, ¿por qué no con los ojos bien abiertos? 
Orar se ha convertido para mí en algo más que elevar peticiones y alabanzas.  Orar es más bien una actitud y un medio a través del cual mantener viva mi relación personal con el Creador.
¿Por qué orar con los ojos abiertos?
Orar con los ojos bien abiertos me permite ver aquello que muchas veces pasa desapercibido: la presencia de Dios en todo.  Es muy diferente orar desde la realidad que me toca vivir a cada momento.  Es muy difícil ver a Dios en medio de cada momento vivido en la realidad. 
El dolor, el sufrimiento, el hambre, la miseria, la soledad, el sin sentido, la traición, la enfermedad, el abandono, la suciedad… son realidades que nos impactan y nos hacen dudar de esa divina presencia en todo.  Orar con los ojos bien abiertos me obliga a ver lo que muchas veces no quiero ver: que el ausente soy yo. 
Cuando entramos en oración, siento que Dios nos hace una pregunta: «¿Qué hay de nuevo? ¿qué has visto?»   Y creo que su interés es hacernos caer en cuenta de si hemos visto lo que él ve.

No todos los ojos cerrados duermen, ni todos los ojos abiertos ven.
Bill Cosby.

No quiero hacerles pensar que orar con los ojos cerrados está mal.  No todos los ojos cerrados duermen, es decir, no todos los que oran con los ojos cerrados están ciegos a la realidad.  Sin embargo, sí es bien cierto que no todos los ojos abiertos ven.   Y creo que de allí nace mi preocupación.
5 ¡Venid y ved las obras de Dios,
las cosas admirables que ha hecho por los hijos de los hombres!
Salmo 66.5
El salmista nos invita a ver.  ¿Cuán cerrados pueden estar nuestros ojos?   Las cosas admirables que ha hecho por los hijos de los hombres, ¡cómo suena eso en los oídos de la madre que ha perdido a su hija en un accidente sin sentido, bajo las ruedas de un conductor ebrio?  Cómo suena a un padre que no tiene alimento que poner en la mesa.  A un muchacho que no encuentra salida a su adicción, a un hombre joven que sufre de cáncer terminal, al que duerme en un basurero, al que muere de frío en una banca del parque.  ¿Cuán cerrados pueden estar nuestros ojos?
Peor aún, ¿cuán cerrados pueden estar nuestros ojos cuando vivimos en la opulencia, cuando nuestra riqueza nos hace pensar que nos lo merecemos, cuando la riqueza nos puede hacer olvidar de los que no tienen?   Creo que nada nos ciega más que la riqueza. 
Desde mi ventana en Yorkville, sólo veo riqueza, casas enormes, amplias, bellísimas, y la nieve les agrega un encanto casi mágico.  Hace una hora que llegué del culto de resurrección en la iglesia luterana Grace en Glen Ellyn, a unos cincuenta kilómetros de la casa en donde estoy.  Cincuenta kilómetros… y no pude ver ni una sola casita humilde… ni una basurita en sus calles… no hay tugurios… ni borrachitos… ni piedreros… no hay basura acumulada como en Tibás… ni un solo gajo en las calles… no hay desorden…   estoy en shock! 
¿Será que Dios sólo hace cosas admirables para los gringos?   Por supuestos que no, pero que fácil es volverse ciego en medio de la opulencia.
No sólo entré en shock, sino que me dio nostalgia.  Nostalgia por mi gente, por mis amigos y por mis seres queridos.  Es fácil anestesiarse cuando se está en compañía de los iguales.  Dice un dicho por allí…  mal de muchos, consuelo de tontos.   ¿Sería eso?  Creo que sí, quería cerrar mis ojos y no ver tanta belleza, quería estar con los míos y olvidarme de que existe otro mundo…  uno que me parece inalcanzable… prohibido… negado.  Culpabilidad?… tal vez!
¿Cómo ver en un mundo tan diverso? ¿Cuál es la medida justa de la realidad? ¿Cómo ver  en un mundo tan disparejo, tan mal balanceado?  Y más importante aún, ¿cómo ver a Dios en él? 
En medio del culto de la mañana, entre el Aleluya de Handell y la comunión del pan, un pasaje me vino a la memoria: el de Jesús y los discípulos en el camino a Emaús (Lucas 24.13-35).
Dos discípulos en un camino lleno de frustración, de derrota, de vergüenza. Sus ojos estaban cerrados.  Jesús mismo se acercó, y no pudieron verlo. ¿Caminaban acaso con los ojos cerrados?  No.  ¿Caminaban con los ojos abiertos? No. No pudieron verlo.  Jesús caminaba con ellos el camino del dolor y la frustración, pero no pudieron verlo.   ¿Qué se hizo necesario para abrir los ojos de estos caminantes? 
Jesús los invitó a considerar las Escrituras.  La Palabra de Dios siempre nos abre el entendimiento, nos puede hacer empezar a sentir el calor de la presencia divina. Pero algo más se requirió.  Jesús compartió el pan con ellos: allí les fueron abiertos sus ojos. Comunión.  ¡Qué palabra más hermosa!  
Compartir el pan, tiene en ese pasaje, la intención de reflejar el rito de la Cena del Señor, a la cual los luteranos llaman Comunión.  Compartimos todos una misma naturaleza:
1 Yo, pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados: 2 con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, 3 procurando mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz: 4 un solo cuerpo y un solo Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; 5 un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, 6 un solo Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos y por todos y en todos.
Efesios 4.1-6
¡Vaya pasajito, verdad!!!
Compartir el pan: ser uno en Cristo.  El rico y el pobre, juntos comiendo pan… ¿cuál es el rico… cuál es el pobre?   Acaso puede el rico comer pan con el pobre y olvidarse que al salir el uno vuelve a su casa con calefacción, alfombra y una alacena  llena de alimento, y el otro vuelve a su miseria. Acaso puede el pobre comer pan con el rico y olvidarse que al salir, aquel, a pesar de su riqueza, no lo tiene todo. NO.  En la verdadera comunión eso no tendría lugar.  En la comunión se nos abren los ojos para ver que Jesús es Señor de todos por igual, que somos nosotros los que rompemos la comunión al negarnos a compartir el pan.
¡Abre nuestros ojos, Señor!   ¡Déjame ver como tú ves!
Un solo Dios, y Padre de todos.  ¿Lo ves?  Cuando los discípulos le pidieron a Jesús un tallercito sobre cómo orar, él les enseñó el Padre Nuestro….  Padre nuestro…  hijos tuyos…  hermanos míos.      
Abre mis ojos, oh Cristo
Abre mis ojos te pido
// Yo quiero verte //

Derrama tu amor y poder
Mientras cantamos santo, santo
/// Santo, santo, santo ///
// Yo quiero verte //

Verte Señor en el rostro de mi hermano, de mi hermana.  Con toda su imperfección… no puedo cerrar mis ojos: algunos me han ofendido, otros me han traicionado, otros me han olvidado, otros me han perseguido.  Orar con los ojos bien abiertos:  Padre nuestro…  hijos tuyos…  hermanos míos.   Otros me recuerdan, otros me aman, otros oran por mí, otros me alaban…  Padre nuestro… hijas tuyas… hermanas mías.
¡La comunión!  ¡Cómo me habría gustado compartir este domingo de resurrección con mis hermanos y hermanas!
¡Que hubiésemos cantado con los ojos bien abiertos!  ¡que hubiésemos ofrendado con los ojos bien abiertos!  ¡que hubiésemos escuchado la Palabra con los ojos bien abiertos!  ¡que hubiésemos tomado el pan y el vino con los ojos bien abiertos!
Orar con los ojos bien abiertos.
--¡Aquí estoy, Señor!
--¡Que hay de nuevo?  ¿Qué has visto?
--A ti, Señor, te he visto a ti.
--Sí.
--¡Sí!   Te he visto en mi madre pegada a su máquina de coser en procura del pan para mí y para mis hermanos.  Te he visto en mi esposa cuando me acepta a pesar  de lo que soy.  Te he visto en mis hijas y en mi hijo, cuando me dicen Papi.  Te he visto en cada plato de comida que he tenido en mi mesa.  Te he visto en mi hermano Luis al morir.  Te he visto en los hijos de mi madre… mis hermanos y hermanas.  Te he visto en mis amigos y amigas... y en los que dicen serlo. Te he visto en la iglesia... en mi hermano y en mi hermana.  Te he visto en cada copo de nieve.  Te he visto en cada casa hermosa.  Te he visto en cada calle limpia y ordenada.  Te he visto en aquel ranchito de El Salvador, donde vivían 12 de mis hermanos y hermanas.  Te he visto en la casita humilde de mi madre.  Te he visto en el rostro de Guabi al ser liberado de su adicción.  Te he visto en el rostro de Amadita.  Te he visto en Cinco Esquinas.  Te he visto en Heredia.  Señor, te he visto… te he visto!
¡Comunión con los ojos bien abiertos!
Yorkville, Domingo 23 de marzo, 2008
Feliz domingo de resurrección
José Soto

viernes, 15 de octubre de 2010

Las 3 preguntas más importantes

Leo Tolstoi tiene una historia corta llamada Las Tres Preguntas.  En ella nos cuenta de un emperador que en cierto momento pensó que de encontrar la respuesta a tres preguntas, nunca se equivocaría en ningún asunto:

¿Cuál sería el mejor momento para hacer cada cosa?
¿Cuál es la persona más importante con la cual trabajar?
¿Cuál es la cosa más importante para hacer en todo momento?

La manera en que se desarrolla la pequeña historia es sumamente interesante, y les recomiendo leerla, de hecho está disponible en internet.  Pero les adelanto la respuesta que el emperador encontró en un ermitaño sabio:

►Solo hay un momento importante y ese es Ahora. El presente es el único momento sobre el cual tienes dominio.
►La persona más importante es siempre la que está a tu lado o frente a ti, porque nadie sabe si podrá relacionarse con alguien más en el futuro.
►Lo más importante para hacer en todo momento es hacer a esa persona, la que tienes a tu lado o al frente, feliz, porque es el único fin de la vida.

Lo que más me sorprende de la Sabiduría es siempre la sencillez de sus respuestas, y entre más sencillas más profundas.

Si tomamos en cuenta que pasamos cerca del 50% de nuestro tiempo activo en el trabajo, y algunos pasan mucho más, la primera pregunta toma una relevancia vital.  El 50% de ese AHORA del que nos habla el ermitaño lo transcurrimos en el trabajo.  El Ahora es mi única oportunidad de hacer algo significativo con mi vida y de lograr un impacto positivo en los demás.  Ahora, mientras trabajo, mientras descanso, ahora mientras converso con este cliente en el teléfono, en el chat, mientras intercambio ideas con los demás.  No sabes si contaras con el mañana, y mucho menos con la semana, el mes o el año siguiente.

Y lo mismo podemos decir del otro 50% del tiempo, el que pasamos con la familia, los amigos, los vecinos.

El mañana solo está en nuestra imaginación, la cual es sumamente poderosa: ¿cómo te ves dentro de un mes, que te ves haciendo de aquí a un año?  Sin el ejercicio de este poder, tú Ahora puede resultar la cosa más inerte que exista, el más inútil y vacio de todos los momentos.   Es importante que uses tu imaginación, que sueñes con cosas mejores, pero tu mejor herramienta para convertir tus sueños en realidad es tu Ahora.  No lo dejes para luego, es Ahora.

La persona más importante es con la que estas ahora.  Así es, tu compañero de al lado, es lo más importante, es con quien compartes la mayor parte de tu Ahora cuando estás en el trabajo.   Dicen que en Costa Rica nada se mueve sin palancas, y en gran parte es muy cierto: las buenas relaciones te abren mucho camino.  Pues si quieres tener palancas a donde quiera que vayas, pon atención real y de calidad a la persona que tienes al lado: ¿Cuáles son sus problemas, sus alegrías, sus metas? ¿Qué le mueve hacia adelante? ¿Cuáles son sus necesidades y sueños?

Esto es cierto para con todas las relaciones, la persona más importante es la que Ahora tienes al lado o de frente, quienquiera que esta sea.

Pero lo más importante está por venir: ¿Qué puedes tú hacer por esa persona?
El ermitaño nos recomienda que busquemos la felicidad de esa persona.  Aquí es donde, como decía mi abuela, la chancha torció el rabo.  El fin último de la vida no es ser feliz, sino hacer felices a los demás.  No hay nada más gratificante en el Ahora que ver una sonrisa en el rostro de los demás, y más aun cuando la fuente de esa sonrisa eres tú.  Digo que la cosa se complica, porque el común denominador en el Ahora de la mayoría de las personas es el Yo, yo y nadie más que yo.  Somos por naturaleza muy egoístas, y solo hacemos algo por el otro si eso retorna en nuestro beneficio.

Si no cambiamos nuestro concepto del tiempo y nuestra actitud hacia los demás, el éxito será una meta inalcanzable y el trabajo en equipo nunca triunfara sobre el individualismo, y a la postre acabaremos matando la gallina de los huevos de oro.
Así que, Ahora es lo que cuenta, tu compañero de equipo es lo más importante, y el fin último es el bienestar de todos.  

martes, 12 de octubre de 2010

¡PobreciTICOS!

Hace unas semanas dos ticos fuimos invitados a participar de un viaje misionero al El Salvador, acompañando a un equipo de trabajo de nueve pastores de la Región de los Grandes Ríos (Illinois y Missouri). Esta región sostiene lazos de compañerismo tanto con la federación de El Salvador (F.E.B.E.S.) como con la de Costa Rica (F.A.B.C.R.). Se nos dijo que compartiríamos con los pastores y participaríamos en la construcción de dos casas para familias pobres en la comunidad de La Peña, en Jucuapa. En este lugar labora una misionera de ABC, llamada Magda Agüirre (de origen puertorriqueño).

La Pastora Xinia Porras fue la otra tica que me acompañó en este viaje. Nunca antes había tenido la oportunidad de relacionarme con ella, y el viaje proveyó esa bella oportunidad. También nos acompañó el misionero Santiago Wiegner (ABC), quien fue invitado para elaborar un video de este viaje, lo que me pareció sumamente importante (sin él no habría testimonio visual de lo que Dios hizo con nosotros).

Me gustaría compartir con ustedes lo que significó ese viaje para mí, hablándoles de este como un encuentro en dos dimensiones. Primero debo confesar que el viaje se convirtió en un encuentro o reencuentro con mi humanidad, y segundo, un encuentro con otros.


El reencuentro con mi humanidad.
Al unirnos al equipo de pastores en tierras salvadoreñas, dos preguntas surgieron de parte de ellos. La primera vino de uno que quería saber por qué razón se nos llamaba los “ticos”, y tuve explicarles que nosotros tenemos la costumbre de agregar el sufijo tico a algunos adjetivos y sustantivos cuando nos referimos con cierto afecto a algo pequeño (el ayotico, el gallopintico, el elotico, etc.). Menciono esto por cuanto ya habrán apreciado que el título de esta reflexión resalta esta costumbre.

La otra pregunta vino de una conversación informal con el líder del grupo, el Hno. John Grisham. No era una pregunta fácil ni trivial. Como había sido presentado ante el grupo no solo como presidente de la federación y pastor, sino como excolaborador de las Sociedades Bíblicas Unidas en la traducción de una Biblia, John me preguntó: “Cuando Jesús dijo que cualquier cosa que hiciéramos a uno de sus más pequeños se lo haríamos a él, ¿quiso decir que si una mujer pobre me da un vaso de agua a mí, es como si Cristo me lo diera a mí?” (Mateo 25.31-46). En ese momento le respondí que me dejara pensar en el asunto, puesto que no era una pregunta que se pudiera contestar desde la perspectiva lingüística, sino hermenéutica.

Lo que yo no sabía en ese momento es que la pregunta se contestaría por sí misma a partir de la experiencia que estábamos por vivir.

Tuvimos la oportunidad de conocer el trabajo misionero de Alex, un pastor comprometido con los pobres de una comunidad llamada Atiquisaya. Allí el pastor Alex nos invitó a jugar con los niños de la comunidad y a conocer algunas de las necesidades más apremiantes de la zona. Allí la gente vive apiñada en casas de barro de cinco metros por cinco metros; en algunas casas viven hasta 12 personas. Los jóvenes no se veían en los alrededores, pues estos habían abandonado las escuelas y colegios para ir a trabajar; algunos no regresaron más y otras terminaron en prostitución.

La guerra civil en la que se vio envuelto este pueblo en los años ochenta y el terremoto del 2001 tienen a este pueblo salvadoreño sumergido en una gran pobreza. No hay fuentes de empleo, la tierra no se trabaja, los jóvenes se decepcionan y se deprimen. Los adultos se desesperan y emprenden el sueño de emigrar hacia los Estados Unidos; no todos lo logran. Se dice que la economía de este país depende en gran medida de las remesas enviadas desde los Estados Unidos a familiares en El Salvador.

De allí luego viajamos a Jucuapa, la comunidad en donde construiríamos dos casas para dos familias. Eran casas de 6 metros por 6 metros; cuatro paredes, sin divisiones, sin baño: en una de ellas vivirían 7 personas, y en la otra, 12. No, no es un error. Una de las familias que ocuparía una de las casa vivía en un rancho de latas de zinc, y la otra en una casa de barro a punto de derrumbarse. Sin embargo, esta última no destruiría la antigua casa, pues 12 personas no podrían alojarse en la nueva casa.

Notarán que he usado la palabra casa, pero… ¿realmente era la palabra adecuada para aquello que construíamos?  Mi concepto de casa sufrió un terremoto de 10 grados en la escala Richter. Lo duro de la experiencia es que tuvimos a la familia todo el tiempo a nuestro lado; pudimos ir palpando sus necesidades, sus problemas y su estado anímico.

Una de las mujeres que ocuparía la casa nos expresó su profundo agradecimiento por la hermosa casa que le estábamos construyendo; y John Grisham nos recordó que una casa es vida. Entonces comprendí que no importaba el tamaño, sino la dignidad de la misma. Aquellas familias vivían en condiciones infrahumanas, y pasaron a vivir en una casa que no sólo era mejor en comparación, sino que les ofrecía la dignidad de vivir como seres humanos.

Muchos de nosotros hemos aprendido a valorar la pobreza como un dato estadístico, pero no la hemos vivido ni palpado a tal grado. En la vieja casa vivía una joven que yo no había notado sino hasta el día jueves, cuando Santiago Wiegner me contó que la muchacha casi no salía de la casa ni se relacionaba con nadie debido a que sufría de epilepsia y en promedio tenía unos siete episodios diarios por falta de medicamento. Esto me dejó quebrantado en un grado profundo. Sucede que yo tengo una hija que sufre de epilepsia, pero gracias a la medicina que toma no sufre de episodios. ¿Cuántas veces no le he pedido a Dios que sane a mi hija? ¿Cuántas veces no me he quejado ante su tardanza?

Ese día fue muy duro para mí, y en la tarde me senté en una piedra a llorar como un niño. Esa noche no pude dormir bien, pues me preguntaba que podía yo hacer por esa muchacha. Dios puso en mi corazón el deseo de orar por ella. Al día siguiente, nuestro último día en el lugar, y antes de comenzar el trabajo, la encontré sentada en el quicio de la puerta, y me dije: “Esta es mi oportunidad”. Me acerqué y le pregunté: “¿Cómo te llamas?”,  “¡Débora!” –respondió ella. Que sorpresa, pues mi hija mayor se llama Débora. “¿Y qué edad tienes?”,  “Veintiuno.”  La misma edad de mi hija. Le pregunté si me permitía orar por ella y accedió. Puse mi mano sobre su cabeza y le pedí a Dios por su sanidad. Luego me fui a batir mezcla como decimos acá en Costa Rica. Al poco tiempo, la joven llegó hasta donde yo estaba con un enorme vaso de café para mí, “café de palo” [1] ….  Allí estaba, ante mis propios ojos, la mujer pobre a la que se refería John Grisham, tendiendo su brazo con una jarra de café en su mano. ¿Quién era el pobre y quién el rico? ¡Yo era el pobre y ella la rica!  Cristo mismo se encarnó en esa joven para darme lo que yo más necesitaba en medio de mi pobreza: un encuentro con mi humanidad. 

El Arzobispo Oscar Arnulfo Romero dijo una vez que para ser cristiano primero debes ser humano.  Llegué a El Salvador con la pretensión de quien se cree rico para dar al pobre, y al no considerar al pobre como persona lo deshumanicé a él y mí mismo. La familia a la que yo iba a ayudar no tenía rostro al principio, y yo no tenía interés en ver su rostro. Pero Dios me enseñó a ver a esa familia como él la ve. Son gente que sufre, son gente que más que una casa, necesita consuelo y dignidad. Débora no salía de su casa porque su enfermedad la hacía sentir no digna. Pero cuando alguien se acercó, tocó su cabeza y le dijo que tenía unos ojos muy lindos, una sonrisa asomó en su rostro. Luego la abracé para que nos tomaran una fotografía, y tuve que tomar su mano y ponerla alrededor de mi cintura... Débora tiene siete episodios diarios, ¿me pregunto cuántas veces al día alguien la abraza y la hace sonreír?

Ahora la familia para la cual construí una casa tiene rostro y nombre: Débora. Y no hay rico ni pobre, sino dos seres humanos que en Cristo han encontrado el verdadero significado del amor: darse por otro, compartir todas nuestras pobrezas y riquezas.

Ahora, cuando veo a uno de mis hermanos más pequeños, no veo a un pobre o a un rico, sino a un ser humano a través del cual Dios puede redimir mi humanidad.

La iglesia llama a la cordura, al entendimiento, al amor.
La iglesia no cree en soluciones violentas.
La iglesia solamente cree en una violencia, la de Cristo,
quien fue clavado en una cruz.
Así es como la lectura de los evangelios nos lo muestra, tomando sobre sí mismo toda la violencia  del odio y la falta de entendimiento, para que nosotros, los humanos, podamos perdonar al otro, amar al otro, y sentirnos como hermanos y hermanas.  Noviembre 20. 1977[2]

Nunca hemos predicado la violencia, excepto la violencia del amor, la cual clavó a Cristo en una cruz, la violencia que nosotros mismos debemos aplicarnos para superar nuestro egoísmo y las crueles desigualdades entre nosotros. La violencia que predicamos no es la violencia de la espada, la violencia del odio. Es la violencia del amor, de la hermandad, la violencia que desea convertir las armas en herramientas de trabajo. Noviembre 27. 1977[3] 

La experiencia de la Pastora Xinia Porras fue similar. Los dos llegamos a El Salvador pensando en ayudar a los pobres, y los pobreciticos éramos los dos.

Mi encuentro con los otros
El viaje también fue un encuentro con otros seres humanos que hicieron muchísimo más rica esta experiencia. Todos aportamos porque todos nos entregamos. A cada quien le tocó aprender algo del otro. Yo aprendí de la paciencia, del amor materno, de la humildad, de la entrega, del silencio de Xinia.  También aprendí del liderazgo de John Grisham, del llanto de Tony, de la experiencia profunda de Mike y de la amistad de Terry.

Pero antes de irnos a Jucuapa, Terry me mostró un libro que contenía extractos de sermones del Arzobispo Oscar Arnulfo Romero, y el libro me capturó. Tuve un encuentro con Romero. Había escuchado de él, pero jamás había leído sus sermones. Sabiendo ya la historia de este sacerdote, el leer algunos de sus sermones me dejó ver que estaba ante un hombre muy valiente. Uno de mis compañeros de cuarto de ese día fue Steve, quien al verme tan ensimismado en la lectura, me preguntó: ¿Has encontrado un nuevo héroe?  Mi respuesta inmediata fue, sí.  Y estoy muy agradecido con Dios por eso, porque los verdaderos héroes son difíciles de encontrar en estos días. Es un héroe no tan solo por dar la vida en su defensa de los más pequeños de su pueblo, sino porque mientras vivió no dudó en usar su púlpito para proclamar justicia a favor de su pueblo. Mientras leía sus sermones más me sobrecogía, hasta que llegué a esta parte, que ahora les comparto:
  
Es muy fácil ser siervos de la Palabra sin perturbar al mundo: una palabra muy espiritualista, una palabra sin ningún compromiso histórico, una palabra que puede sonar en cualquier parte del mundo porque no pertenece a ninguna parte del mundo. Una palabra así no crea problemas ni comienza conflictos.
La que crea conflictos y persecuciones, la que caracteriza a la iglesia genuina, es la palabra que, ardiente como la palabra de los profetas, proclama y acusa: proclama al pueblo las maravillas de Dios para ser creídas y veneradas, y acusa de pecado a aquellos que se oponen al reino de Dios, para que puedan echar fuera ese pecado de sus corazones, de sus sociedades, de sus leyes –fuera de las estructuras que oprimen, que aprisionan, que violentan los derechos de Dios y la humanidad.
Este es el difícil servicio de la palabra.
Pero el Espíritu de Dios va con el profeta, con el predicador, porque él es Cristo, que se mantiene proclamando su reino al pueblo en todo tiempo. Diciembre 10, 1977.[4]

Una de las cosas más peligrosas para la iglesia de hoy es el perder su voz profética. Los púlpitos de hoy se están usando para entretener a la gente o grangearse bienes materiales. Y con ese objetivo en mente es difícil encontrar predicadores comprometidos a denunciar la injusticia y el pecado. Una señal por la que podemos darnos cuenta de que no estamos predicando la palabra de Dios es cuando nuestros sermones no incomodan a nadie. Nos falta valentía para llamar las cosas por su nombre y a los cuatro vientos.  Estamos muy cómodos en nuestras iglesias y casas. Cuando Romero fue elegido Arsobispo de El Salvador fue invitado por un sacerdote amigo a visitar los pueblos y aldeas para que pudiera ver lo que Dios veía en el Salvador. Romero fue capaz de ver lo que Dios veía, y fue movido a actuar, y asumió la tarea del profeta que denuncia la injusticia.  Romero tuvo su encuentro con los más pobres, con los más pequeños, y se volvió humano. Todos necesitamos un encuentro así algún día. Lo importante es qué haremos después de ese encuentro.

Creo que esa pregunta nos perturbó a todos durante nuestra peregrinación en El Salvador.  Esa interrogante me recordó el pasaje de Exodo 3, la zarza ardiente. Moisés también fue invitado a ver lo que Dios veía: un pueblo que sufre y no se termina de consumir. Pero Moisés no fue tan solo invitado a ver, también fue invitado a participar de la liberación. Esto trajo un gran sentido de incapacidad al corazón de Moisés: ¿Qué voy a decirle al pueblo? ¿Quién soy yo para liberar al pueblo?

Dios responde a ambas preguntas: Diles que Yo te he enviado.  Y segundo, lo importante en todo esto no es quién eres tú, sino quién es el Dios que te envía y que él ha prometido que estará contigo en todo momento. Sería a esto que se refería Romero al decirnos: "el Espíritu de Dios va con el profeta, con el predicador, porque él es Cristo, que se mantiene proclamando su reino al pueblo en todo tiempo".

Todos los que buscan a Dios de todo corazón tendrán tarde o temprano un encuentro con la zarza ardiente.  Todos tenemos una zarza que arde ante nuestros propios ojos. Tu zarza no necesariamente será la mía, pero lo importante es qué harás cuando finalmente veas la tuya.


23 de febrero del 2005
n


[1] En El Salvador, a pesar de ser un país productor de café, la gente bebe café instantáneo. Al café normal lo llaman “café de palo”. Como buen tico, acostumbrado al café chorreado y fresco, pasé todo la semana quejándome por la falta de café. En el sitio de construcción lo pedía a gritos, pero nadie parecía escuchar. Incluso llegué a decir, “Mi reino por un café”.
[2] The Violence of Love. Romero. (La traducción es mía.)
[3] Idem.
[4] Idem. Predicado en la ordenación de dos sacerdotes.

Los hombres sí lloran

Murió mi abuela.

Con ella viví algunas etapas de mi infancia. Ella me enseñó cómo debía enjabonarme al bañarme y cómo debía secarme. Me enseñó cómo peinarme, y hasta la fecha lo hago todos los días de la misma manera. Me enseñó también cómo preparar unos sabrosos frijoles majados con piedra de río y sazonados con salsa inglesa.

Tengo tantos recuerdos lindos de ella...  Preparaba unos macarrones con chorizo que eran una verdadera delicia. Me mandaba a cancelar la cuota de su televisor blanco y negro que había comprado a crédito en la ya desaparecida Casa Victor. No me agradaba mucho esa encomienda, pues ella, ante el temor de que extraviara el dinero, ponía los veinte colones en una carterita de mujer y me advertía del cuidado que debía tener. Veinte pesos era mucho dinero en aquella época, pero a mí me daba vergüenza el tener que cargar con una cartera de mujer. Entonces la ponía en la bolsa de mi pantalón y salía a cumplir con el mandado. Cinco metros antes del almacén, metía mi mano a la bolsa y con mil contracciones extrañas lograba abrir la cartera sin sacarla. Luego metía mis dedos en ella y sacaba el dinero. ¡Se imaginan a un macho como yo con una cartera de mujer en la mano! No, eso sería muy vergonzoso.

Otra de las cosas que mi abuela me pedía hacer era hacerle los mandados a Don Pedro, un viejo malhumorado y mal hablado, que era dueño de la pulpería en la que mi abuela compraba comestibles a crédito. Cuando mi abuela no podía pagar, pagaba con su nieto. ¿Qué por qué no me agradaba hacer ese mandado? Bueno es que ese viejo me enviaba a comprar un saco de papas como a un kilómetro de distancia, y como nunca me he caracterizado por un gran físico, cargar el saco era una tortura.

Mi pobre abuela siempre padeció de dolores de espalda. No puedo olvidar a mi abuela y el gran pudor con que se desnudaba la espalda para que yo le pusiera unos parches León. «¡Un poquito más para arriba! --me decía-- ¡Allí, justo allí, pégalo allí! Gracias mijito».

Luego la agarró contra mi falta de peso. «Este muchacho está muy flaco, hay que hacer algo». Y desde ese día una vez a la semana debía ir a donde la vieja Ofelia a que me inyectara compuestos de vitamina B. ¡Ay que dolor más tremendo! Luego no podía ni caminar. Pero eso no es todo. A penas llegaba yo a casa de esa señora, su hija, una flaca muy fea, comenzaba a merodear. De seguro quería ver mis pompis, y eso me horrorizaba.

En la casa de mi abuela no había espacio para mí, así que siempre dormí con ella. Creo que en eso muchos niños me envidiaban, pues no hay nada más dulce que dormir con tu abuela....

...Bueno creo que ya es hora de irse a la cama, mañana será el funeral de mi abuela...

...Me levanté y fui directamente al baño para ducharme. Me puse mi mejor traje y fui al espejo para peinarme... allí estaba mi abuela revisando mi peinado. Una vez más las memorias comenzaron a aparecer en mi mente...

Llegamos a la iglesia... a la iglesia católica, porque aunque mi abuela abandonó el catolicismo por el adventismo, mis tíos insistieron en que el funeral debía ser en una iglesia católica. Hasta acá todo iba bien.  Pero minutos antes se acerca mi hermana y me dice que debo decir unas palabras al final de la misa. Yo acepto, y de inmediato mi mente vuelve a las memorias de mi abuela. ¿Qué decir?...

...«Ahora, --dice el sacerdote-- un familiar tendrá unas palabras»...

Era mi turno. Subí al estrado y, a nombre de mis tíos y del de mi padre, agradecí a todos su presencia. Luego me asaltó la memoria con un recuerdo; como dice la canción de Joan Manuel Serrat:

Uno se cree
que los mató
el tiempo y la ausencia.
Pero su tren
vendió boleto
de ida y vuelta.

Son aquellas pequeñas cosas,
que nos dejó un tiempo de rosas
en un rincón,
en un papel
o en un cajón.

Como un ladrón
te acechan detrás de la puerta...

...«Una de las memorias más hermosas que tengo de mi abuela y mi abuelo, es que ellos acostumbraban abrir la ventana de la vieja casona por las tardes y asomarse a la calle. Y recuerdo una tibia tarde en la que mis abuelos me dejaron acompañarlos. Yo estaba en medio de ambos...  aún puedo sentir el calorcito amoroso de ambos en mi cuerpo. Desde la ventana mis abuelos veían pasar a los peatones y saludaban a los conocidos. Luego hacían un comentario aquí y allá... Pasaron los años y aun cuando mi abuelo ya había partido, mi abuela siguió con su costumbre de asomarse todas las tardes por la ventana. Si llegabas de visita a casa de mis padres, al salir del auto lo primero que veías era a mi abuela en la ventana. Desde allí me saludaba, y luego conversaba con mi esposa y sus nietos. Luego de un rato, “¡Chao abuela!”, y seguíamos hacia casa de mis padres. Ayer, a las cinco de la tarde, mi abuela abrió otra ventana...» --Acá ya no aguanté... se me hizo un nudo en la garganta y... traté con todas mis fuerzas de controlarme pero... no pude... tuve que llorar...


...luego de un ratito, tomé aire y continué...

«...Ayer, a las cinco de la tarde, mi abuela abrió otra ventana... la ventana de su celestial morada. Desde allá nos mira esta mañana y nos saluda. Nos da las gracias por haber venido y nos señala el camino correcto para llegar allá. ¡Chao abuela querida!»

¿Por qué dicen que los hombres no lloran? ¿Por qué nos han inculcado tan terrible idea? Yo recuerdo una tarde en la que estábamos de visita en casa de mis padres y mi hijo Esteban se resintió por algo que le hizo un primo suyo. Sus lágrimas se asomaron en sus ojos, y ya estaba a punto de soltar el llanto, cuando mi padre se le acercó, y le dijo en tono amenazante: «Esteban, no llore. ¡Los hombres no lloran!» Mi hijo tragó grueso y se aguantó. Yo no dije nada por respeto a las canas de mi padre. Pero luego tuve que conversar con mi hijo y hacerle ver que en nuestra casa siempre tendría la libertad de llorar cuanto quisiera y en el momento en que quisiera, y que eso de que los hombres no lloran era sólo un mito.

Pero... ¿por qué le dije que en nuestra casa sí podía llorar?  ¿Qué no se puede hacer en donde sea, en presencia de quien sea y en el momento que sea? Es interesante cómo termina la canción que cité de Serrat:

...Como un ladrón
te acechan detrás de la puerta.
Te tienen tan
a su merced
como hojas muertas
que el viento arrastra allá o aquí...

Que te sonríen tristes y
nos hacen que
lloremos cuando
nadie nos ve.

Así es, la mayoría de nosotros nos escondemos para llorar. Esta última experiencia en el funeral de mi abuela me dice que he cambiado. Me he convertido en un llorón. Me cuesta predicar del amor y el poder de Dios sin llorar allí mismo en el púlpito. Me cuesta recordar a los amigos sin llorar; me cuesta escuchar canciones de Cortez y no llorar. Pero no estoy solo en esto, la Biblia registra cientos de ejemplos:

Llora un hombre al encontrarse con sus hermanos:
«Luego José besó a todos sus hermanos y lloró con ellos; fue en ese momento cuando sus hermanos se atrevieron a hablarle». Génesis 45.15[1]

Llora un hombre ante un amigo enfermo:
«Eliseo se puso tan enfermo que estaba a punto de morir. Joás, rey de Israel, fue a verlo, y lloró por él, diciendo: «¡Mi señor, mi señor! ¡Fuiste más importante para Israel que los carros de combate y los soldados de caballería!» 2 Reyes 13.14

Llora un hombre al encontrarse con su amada por primera vez:
«...luego besó a Raquel y se echó a llorar». Génesis 29.11

Lloraron dos hombres al reconciliarse: 
«Esaú, por su parte, corrió al encuentro de Jacob y, abrazándolo, lo besó. Y los dos se echaron a llorar». Génesis 33.4

Lloran dos hombres a su encuentro:
«Cuando el muchacho se fue, David salió de su escondite y, de cara al suelo en señal de respeto, se inclinó tres veces delante de Jonatán. Luego se abrazaron y lloraron mucho, aunque David lloraba más». 1 Samuel 20.41

Llora un hombre ante las malas noticias:
«Cuando oí esto, me senté a llorar, y durante varios días estuve muy triste y no comí nada». Nehemías 1.4

Llora un hombre ante la burla de sus amigos:
«Ante Dios lloro amargamente,
porque mis amigos se burlan de mí». Job 16.20

Llora un hombre ante la pobreza y la miseria:
«…he llorado con los que sufren,
y me he dolido con los pobres». Job 30.25

Llora un hombre confundido:
«Cuando pienso en Dios
me siento desalentado
y me dan ganas de llorar». Salmo 77.3

Llora un hombre santo cuando ve a otro pecar:
«Me dan ganas de llorar
cuando veo que nadie los cumple». Salmo 119.136

Llora un hombre cuando traiciona a su mejor amigo:
«Pedro salió de aquel lugar y se puso a llorar con mucha tristeza». Mateo 26.75

Llora un hombre cuando muere un amigo:
«Jesús se puso a llorar, y los judíos que estaban allí dijeron: “Se ve que Jesús amaba mucho a su amigo Lázaro”». Juan 11.35

Llora un hombre cuando mira a su pueblo camino al desastre:
«Cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén y vio la ciudad, lloró». Lucas 19.41

Así es, Jesús también lloró.
Creo que no ha habido hombre más completo en la tierra que Jesús. Nuestro Señor nunca contuvo sus emociones, sino que encontró un perfecto balance. Y ese balance se logra cuando aprendes a canalizar tus emociones en vez de reprimirlas. Los hombres no sólo debemos dar rienda suelta a nuestro enojo, sino también a nuestro gozo y a nuestro llanto. Para todo hay un momento, así nos lo enseña el Eclesiastés.

Un momento para llorar,
y un momento para reír.
Un momento para estar de luto,
y un momento para estar de fiesta. Eclesiastés 3.4

Nuestro Señor siempre vivió el momento. Nosotros no, quizás porque, como dice mi amigo Alfredo, nosotros hemos perdido la capacidad de asombro. Esa habilidad de respuesta ante el encuentro... encuentro con la injusticia, encuentro con lo irracional... con lo bello, con lo hermoso, con lo sutil, con la miseria, con una flor, con un arcoíris, con una vieja foto, con una canción... Ver que Jesús se enoja contra los mercaderes del templo, lo asimilamos o entendemos mejor que cuando lo vemos llorar. Sabemos que lloró, pero es sólo un dato. ¿Cuántos sermones hemos escuchado acerca de Jesús y su llanto? Yo al menos no he escuchado ninguno.

Los hombres debemos aprender a llorar, aprender a entrar en contacto con nuestras emociones. Estoy leyendo un libro titulado «Ten Stupid Things Men Do To Mess Up Their Lives»-- Diez cosas estúpidas que hacen los hombres para echar a perder sus vidas--, en uno de sus capítulos encontré estos consejos, con los cuales quiero ya terminar:

1. Reconoce que en verdad tienes necesidades y reacciones emocionales.
2. No esperes hasta que tus emociones se vuelvan muy abrumadoras para comenzar a examinarlas y hablar de ellas.
3. Acepta que tener emociones es tan natural como tener testículos.
4. Entiende que las experiencias emocionales son algunas veces como el silbido de una tetera que advierte que el agua ya está hirviendo.
5. Reconoce que las emociones son también parte integral de tu apreciación de las cosas lindas de la vida.
6. Acepta también que tus emociones son información que viene de lo interno; ellas te hacen único y sin ellas no habría textura ni dimensión en tu vida.
7. Decide respetar tus emociones y acepta que son tan valiosas como tu identidad, tus experiencias y tus acciones; y que sólo tomarás control sobre ellas si las aceptas como verdaderas.

«Más vale llorar que reír;
el llanto nos hace madurar». Eclesiastés 7.3
n


[1] Todas las citas bíblicas son tomadas de la Biblia Traducción en Lenguaje Actual, de las Sociedades Bíblicas Unidas.