martes, 12 de octubre de 2010

¡PobreciTICOS!

Hace unas semanas dos ticos fuimos invitados a participar de un viaje misionero al El Salvador, acompañando a un equipo de trabajo de nueve pastores de la Región de los Grandes Ríos (Illinois y Missouri). Esta región sostiene lazos de compañerismo tanto con la federación de El Salvador (F.E.B.E.S.) como con la de Costa Rica (F.A.B.C.R.). Se nos dijo que compartiríamos con los pastores y participaríamos en la construcción de dos casas para familias pobres en la comunidad de La Peña, en Jucuapa. En este lugar labora una misionera de ABC, llamada Magda Agüirre (de origen puertorriqueño).

La Pastora Xinia Porras fue la otra tica que me acompañó en este viaje. Nunca antes había tenido la oportunidad de relacionarme con ella, y el viaje proveyó esa bella oportunidad. También nos acompañó el misionero Santiago Wiegner (ABC), quien fue invitado para elaborar un video de este viaje, lo que me pareció sumamente importante (sin él no habría testimonio visual de lo que Dios hizo con nosotros).

Me gustaría compartir con ustedes lo que significó ese viaje para mí, hablándoles de este como un encuentro en dos dimensiones. Primero debo confesar que el viaje se convirtió en un encuentro o reencuentro con mi humanidad, y segundo, un encuentro con otros.


El reencuentro con mi humanidad.
Al unirnos al equipo de pastores en tierras salvadoreñas, dos preguntas surgieron de parte de ellos. La primera vino de uno que quería saber por qué razón se nos llamaba los “ticos”, y tuve explicarles que nosotros tenemos la costumbre de agregar el sufijo tico a algunos adjetivos y sustantivos cuando nos referimos con cierto afecto a algo pequeño (el ayotico, el gallopintico, el elotico, etc.). Menciono esto por cuanto ya habrán apreciado que el título de esta reflexión resalta esta costumbre.

La otra pregunta vino de una conversación informal con el líder del grupo, el Hno. John Grisham. No era una pregunta fácil ni trivial. Como había sido presentado ante el grupo no solo como presidente de la federación y pastor, sino como excolaborador de las Sociedades Bíblicas Unidas en la traducción de una Biblia, John me preguntó: “Cuando Jesús dijo que cualquier cosa que hiciéramos a uno de sus más pequeños se lo haríamos a él, ¿quiso decir que si una mujer pobre me da un vaso de agua a mí, es como si Cristo me lo diera a mí?” (Mateo 25.31-46). En ese momento le respondí que me dejara pensar en el asunto, puesto que no era una pregunta que se pudiera contestar desde la perspectiva lingüística, sino hermenéutica.

Lo que yo no sabía en ese momento es que la pregunta se contestaría por sí misma a partir de la experiencia que estábamos por vivir.

Tuvimos la oportunidad de conocer el trabajo misionero de Alex, un pastor comprometido con los pobres de una comunidad llamada Atiquisaya. Allí el pastor Alex nos invitó a jugar con los niños de la comunidad y a conocer algunas de las necesidades más apremiantes de la zona. Allí la gente vive apiñada en casas de barro de cinco metros por cinco metros; en algunas casas viven hasta 12 personas. Los jóvenes no se veían en los alrededores, pues estos habían abandonado las escuelas y colegios para ir a trabajar; algunos no regresaron más y otras terminaron en prostitución.

La guerra civil en la que se vio envuelto este pueblo en los años ochenta y el terremoto del 2001 tienen a este pueblo salvadoreño sumergido en una gran pobreza. No hay fuentes de empleo, la tierra no se trabaja, los jóvenes se decepcionan y se deprimen. Los adultos se desesperan y emprenden el sueño de emigrar hacia los Estados Unidos; no todos lo logran. Se dice que la economía de este país depende en gran medida de las remesas enviadas desde los Estados Unidos a familiares en El Salvador.

De allí luego viajamos a Jucuapa, la comunidad en donde construiríamos dos casas para dos familias. Eran casas de 6 metros por 6 metros; cuatro paredes, sin divisiones, sin baño: en una de ellas vivirían 7 personas, y en la otra, 12. No, no es un error. Una de las familias que ocuparía una de las casa vivía en un rancho de latas de zinc, y la otra en una casa de barro a punto de derrumbarse. Sin embargo, esta última no destruiría la antigua casa, pues 12 personas no podrían alojarse en la nueva casa.

Notarán que he usado la palabra casa, pero… ¿realmente era la palabra adecuada para aquello que construíamos?  Mi concepto de casa sufrió un terremoto de 10 grados en la escala Richter. Lo duro de la experiencia es que tuvimos a la familia todo el tiempo a nuestro lado; pudimos ir palpando sus necesidades, sus problemas y su estado anímico.

Una de las mujeres que ocuparía la casa nos expresó su profundo agradecimiento por la hermosa casa que le estábamos construyendo; y John Grisham nos recordó que una casa es vida. Entonces comprendí que no importaba el tamaño, sino la dignidad de la misma. Aquellas familias vivían en condiciones infrahumanas, y pasaron a vivir en una casa que no sólo era mejor en comparación, sino que les ofrecía la dignidad de vivir como seres humanos.

Muchos de nosotros hemos aprendido a valorar la pobreza como un dato estadístico, pero no la hemos vivido ni palpado a tal grado. En la vieja casa vivía una joven que yo no había notado sino hasta el día jueves, cuando Santiago Wiegner me contó que la muchacha casi no salía de la casa ni se relacionaba con nadie debido a que sufría de epilepsia y en promedio tenía unos siete episodios diarios por falta de medicamento. Esto me dejó quebrantado en un grado profundo. Sucede que yo tengo una hija que sufre de epilepsia, pero gracias a la medicina que toma no sufre de episodios. ¿Cuántas veces no le he pedido a Dios que sane a mi hija? ¿Cuántas veces no me he quejado ante su tardanza?

Ese día fue muy duro para mí, y en la tarde me senté en una piedra a llorar como un niño. Esa noche no pude dormir bien, pues me preguntaba que podía yo hacer por esa muchacha. Dios puso en mi corazón el deseo de orar por ella. Al día siguiente, nuestro último día en el lugar, y antes de comenzar el trabajo, la encontré sentada en el quicio de la puerta, y me dije: “Esta es mi oportunidad”. Me acerqué y le pregunté: “¿Cómo te llamas?”,  “¡Débora!” –respondió ella. Que sorpresa, pues mi hija mayor se llama Débora. “¿Y qué edad tienes?”,  “Veintiuno.”  La misma edad de mi hija. Le pregunté si me permitía orar por ella y accedió. Puse mi mano sobre su cabeza y le pedí a Dios por su sanidad. Luego me fui a batir mezcla como decimos acá en Costa Rica. Al poco tiempo, la joven llegó hasta donde yo estaba con un enorme vaso de café para mí, “café de palo” [1] ….  Allí estaba, ante mis propios ojos, la mujer pobre a la que se refería John Grisham, tendiendo su brazo con una jarra de café en su mano. ¿Quién era el pobre y quién el rico? ¡Yo era el pobre y ella la rica!  Cristo mismo se encarnó en esa joven para darme lo que yo más necesitaba en medio de mi pobreza: un encuentro con mi humanidad. 

El Arzobispo Oscar Arnulfo Romero dijo una vez que para ser cristiano primero debes ser humano.  Llegué a El Salvador con la pretensión de quien se cree rico para dar al pobre, y al no considerar al pobre como persona lo deshumanicé a él y mí mismo. La familia a la que yo iba a ayudar no tenía rostro al principio, y yo no tenía interés en ver su rostro. Pero Dios me enseñó a ver a esa familia como él la ve. Son gente que sufre, son gente que más que una casa, necesita consuelo y dignidad. Débora no salía de su casa porque su enfermedad la hacía sentir no digna. Pero cuando alguien se acercó, tocó su cabeza y le dijo que tenía unos ojos muy lindos, una sonrisa asomó en su rostro. Luego la abracé para que nos tomaran una fotografía, y tuve que tomar su mano y ponerla alrededor de mi cintura... Débora tiene siete episodios diarios, ¿me pregunto cuántas veces al día alguien la abraza y la hace sonreír?

Ahora la familia para la cual construí una casa tiene rostro y nombre: Débora. Y no hay rico ni pobre, sino dos seres humanos que en Cristo han encontrado el verdadero significado del amor: darse por otro, compartir todas nuestras pobrezas y riquezas.

Ahora, cuando veo a uno de mis hermanos más pequeños, no veo a un pobre o a un rico, sino a un ser humano a través del cual Dios puede redimir mi humanidad.

La iglesia llama a la cordura, al entendimiento, al amor.
La iglesia no cree en soluciones violentas.
La iglesia solamente cree en una violencia, la de Cristo,
quien fue clavado en una cruz.
Así es como la lectura de los evangelios nos lo muestra, tomando sobre sí mismo toda la violencia  del odio y la falta de entendimiento, para que nosotros, los humanos, podamos perdonar al otro, amar al otro, y sentirnos como hermanos y hermanas.  Noviembre 20. 1977[2]

Nunca hemos predicado la violencia, excepto la violencia del amor, la cual clavó a Cristo en una cruz, la violencia que nosotros mismos debemos aplicarnos para superar nuestro egoísmo y las crueles desigualdades entre nosotros. La violencia que predicamos no es la violencia de la espada, la violencia del odio. Es la violencia del amor, de la hermandad, la violencia que desea convertir las armas en herramientas de trabajo. Noviembre 27. 1977[3] 

La experiencia de la Pastora Xinia Porras fue similar. Los dos llegamos a El Salvador pensando en ayudar a los pobres, y los pobreciticos éramos los dos.

Mi encuentro con los otros
El viaje también fue un encuentro con otros seres humanos que hicieron muchísimo más rica esta experiencia. Todos aportamos porque todos nos entregamos. A cada quien le tocó aprender algo del otro. Yo aprendí de la paciencia, del amor materno, de la humildad, de la entrega, del silencio de Xinia.  También aprendí del liderazgo de John Grisham, del llanto de Tony, de la experiencia profunda de Mike y de la amistad de Terry.

Pero antes de irnos a Jucuapa, Terry me mostró un libro que contenía extractos de sermones del Arzobispo Oscar Arnulfo Romero, y el libro me capturó. Tuve un encuentro con Romero. Había escuchado de él, pero jamás había leído sus sermones. Sabiendo ya la historia de este sacerdote, el leer algunos de sus sermones me dejó ver que estaba ante un hombre muy valiente. Uno de mis compañeros de cuarto de ese día fue Steve, quien al verme tan ensimismado en la lectura, me preguntó: ¿Has encontrado un nuevo héroe?  Mi respuesta inmediata fue, sí.  Y estoy muy agradecido con Dios por eso, porque los verdaderos héroes son difíciles de encontrar en estos días. Es un héroe no tan solo por dar la vida en su defensa de los más pequeños de su pueblo, sino porque mientras vivió no dudó en usar su púlpito para proclamar justicia a favor de su pueblo. Mientras leía sus sermones más me sobrecogía, hasta que llegué a esta parte, que ahora les comparto:
  
Es muy fácil ser siervos de la Palabra sin perturbar al mundo: una palabra muy espiritualista, una palabra sin ningún compromiso histórico, una palabra que puede sonar en cualquier parte del mundo porque no pertenece a ninguna parte del mundo. Una palabra así no crea problemas ni comienza conflictos.
La que crea conflictos y persecuciones, la que caracteriza a la iglesia genuina, es la palabra que, ardiente como la palabra de los profetas, proclama y acusa: proclama al pueblo las maravillas de Dios para ser creídas y veneradas, y acusa de pecado a aquellos que se oponen al reino de Dios, para que puedan echar fuera ese pecado de sus corazones, de sus sociedades, de sus leyes –fuera de las estructuras que oprimen, que aprisionan, que violentan los derechos de Dios y la humanidad.
Este es el difícil servicio de la palabra.
Pero el Espíritu de Dios va con el profeta, con el predicador, porque él es Cristo, que se mantiene proclamando su reino al pueblo en todo tiempo. Diciembre 10, 1977.[4]

Una de las cosas más peligrosas para la iglesia de hoy es el perder su voz profética. Los púlpitos de hoy se están usando para entretener a la gente o grangearse bienes materiales. Y con ese objetivo en mente es difícil encontrar predicadores comprometidos a denunciar la injusticia y el pecado. Una señal por la que podemos darnos cuenta de que no estamos predicando la palabra de Dios es cuando nuestros sermones no incomodan a nadie. Nos falta valentía para llamar las cosas por su nombre y a los cuatro vientos.  Estamos muy cómodos en nuestras iglesias y casas. Cuando Romero fue elegido Arsobispo de El Salvador fue invitado por un sacerdote amigo a visitar los pueblos y aldeas para que pudiera ver lo que Dios veía en el Salvador. Romero fue capaz de ver lo que Dios veía, y fue movido a actuar, y asumió la tarea del profeta que denuncia la injusticia.  Romero tuvo su encuentro con los más pobres, con los más pequeños, y se volvió humano. Todos necesitamos un encuentro así algún día. Lo importante es qué haremos después de ese encuentro.

Creo que esa pregunta nos perturbó a todos durante nuestra peregrinación en El Salvador.  Esa interrogante me recordó el pasaje de Exodo 3, la zarza ardiente. Moisés también fue invitado a ver lo que Dios veía: un pueblo que sufre y no se termina de consumir. Pero Moisés no fue tan solo invitado a ver, también fue invitado a participar de la liberación. Esto trajo un gran sentido de incapacidad al corazón de Moisés: ¿Qué voy a decirle al pueblo? ¿Quién soy yo para liberar al pueblo?

Dios responde a ambas preguntas: Diles que Yo te he enviado.  Y segundo, lo importante en todo esto no es quién eres tú, sino quién es el Dios que te envía y que él ha prometido que estará contigo en todo momento. Sería a esto que se refería Romero al decirnos: "el Espíritu de Dios va con el profeta, con el predicador, porque él es Cristo, que se mantiene proclamando su reino al pueblo en todo tiempo".

Todos los que buscan a Dios de todo corazón tendrán tarde o temprano un encuentro con la zarza ardiente.  Todos tenemos una zarza que arde ante nuestros propios ojos. Tu zarza no necesariamente será la mía, pero lo importante es qué harás cuando finalmente veas la tuya.


23 de febrero del 2005
n


[1] En El Salvador, a pesar de ser un país productor de café, la gente bebe café instantáneo. Al café normal lo llaman “café de palo”. Como buen tico, acostumbrado al café chorreado y fresco, pasé todo la semana quejándome por la falta de café. En el sitio de construcción lo pedía a gritos, pero nadie parecía escuchar. Incluso llegué a decir, “Mi reino por un café”.
[2] The Violence of Love. Romero. (La traducción es mía.)
[3] Idem.
[4] Idem. Predicado en la ordenación de dos sacerdotes.

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