martes, 12 de octubre de 2010

Los hombres sí lloran

Murió mi abuela.

Con ella viví algunas etapas de mi infancia. Ella me enseñó cómo debía enjabonarme al bañarme y cómo debía secarme. Me enseñó cómo peinarme, y hasta la fecha lo hago todos los días de la misma manera. Me enseñó también cómo preparar unos sabrosos frijoles majados con piedra de río y sazonados con salsa inglesa.

Tengo tantos recuerdos lindos de ella...  Preparaba unos macarrones con chorizo que eran una verdadera delicia. Me mandaba a cancelar la cuota de su televisor blanco y negro que había comprado a crédito en la ya desaparecida Casa Victor. No me agradaba mucho esa encomienda, pues ella, ante el temor de que extraviara el dinero, ponía los veinte colones en una carterita de mujer y me advertía del cuidado que debía tener. Veinte pesos era mucho dinero en aquella época, pero a mí me daba vergüenza el tener que cargar con una cartera de mujer. Entonces la ponía en la bolsa de mi pantalón y salía a cumplir con el mandado. Cinco metros antes del almacén, metía mi mano a la bolsa y con mil contracciones extrañas lograba abrir la cartera sin sacarla. Luego metía mis dedos en ella y sacaba el dinero. ¡Se imaginan a un macho como yo con una cartera de mujer en la mano! No, eso sería muy vergonzoso.

Otra de las cosas que mi abuela me pedía hacer era hacerle los mandados a Don Pedro, un viejo malhumorado y mal hablado, que era dueño de la pulpería en la que mi abuela compraba comestibles a crédito. Cuando mi abuela no podía pagar, pagaba con su nieto. ¿Qué por qué no me agradaba hacer ese mandado? Bueno es que ese viejo me enviaba a comprar un saco de papas como a un kilómetro de distancia, y como nunca me he caracterizado por un gran físico, cargar el saco era una tortura.

Mi pobre abuela siempre padeció de dolores de espalda. No puedo olvidar a mi abuela y el gran pudor con que se desnudaba la espalda para que yo le pusiera unos parches León. «¡Un poquito más para arriba! --me decía-- ¡Allí, justo allí, pégalo allí! Gracias mijito».

Luego la agarró contra mi falta de peso. «Este muchacho está muy flaco, hay que hacer algo». Y desde ese día una vez a la semana debía ir a donde la vieja Ofelia a que me inyectara compuestos de vitamina B. ¡Ay que dolor más tremendo! Luego no podía ni caminar. Pero eso no es todo. A penas llegaba yo a casa de esa señora, su hija, una flaca muy fea, comenzaba a merodear. De seguro quería ver mis pompis, y eso me horrorizaba.

En la casa de mi abuela no había espacio para mí, así que siempre dormí con ella. Creo que en eso muchos niños me envidiaban, pues no hay nada más dulce que dormir con tu abuela....

...Bueno creo que ya es hora de irse a la cama, mañana será el funeral de mi abuela...

...Me levanté y fui directamente al baño para ducharme. Me puse mi mejor traje y fui al espejo para peinarme... allí estaba mi abuela revisando mi peinado. Una vez más las memorias comenzaron a aparecer en mi mente...

Llegamos a la iglesia... a la iglesia católica, porque aunque mi abuela abandonó el catolicismo por el adventismo, mis tíos insistieron en que el funeral debía ser en una iglesia católica. Hasta acá todo iba bien.  Pero minutos antes se acerca mi hermana y me dice que debo decir unas palabras al final de la misa. Yo acepto, y de inmediato mi mente vuelve a las memorias de mi abuela. ¿Qué decir?...

...«Ahora, --dice el sacerdote-- un familiar tendrá unas palabras»...

Era mi turno. Subí al estrado y, a nombre de mis tíos y del de mi padre, agradecí a todos su presencia. Luego me asaltó la memoria con un recuerdo; como dice la canción de Joan Manuel Serrat:

Uno se cree
que los mató
el tiempo y la ausencia.
Pero su tren
vendió boleto
de ida y vuelta.

Son aquellas pequeñas cosas,
que nos dejó un tiempo de rosas
en un rincón,
en un papel
o en un cajón.

Como un ladrón
te acechan detrás de la puerta...

...«Una de las memorias más hermosas que tengo de mi abuela y mi abuelo, es que ellos acostumbraban abrir la ventana de la vieja casona por las tardes y asomarse a la calle. Y recuerdo una tibia tarde en la que mis abuelos me dejaron acompañarlos. Yo estaba en medio de ambos...  aún puedo sentir el calorcito amoroso de ambos en mi cuerpo. Desde la ventana mis abuelos veían pasar a los peatones y saludaban a los conocidos. Luego hacían un comentario aquí y allá... Pasaron los años y aun cuando mi abuelo ya había partido, mi abuela siguió con su costumbre de asomarse todas las tardes por la ventana. Si llegabas de visita a casa de mis padres, al salir del auto lo primero que veías era a mi abuela en la ventana. Desde allí me saludaba, y luego conversaba con mi esposa y sus nietos. Luego de un rato, “¡Chao abuela!”, y seguíamos hacia casa de mis padres. Ayer, a las cinco de la tarde, mi abuela abrió otra ventana...» --Acá ya no aguanté... se me hizo un nudo en la garganta y... traté con todas mis fuerzas de controlarme pero... no pude... tuve que llorar...


...luego de un ratito, tomé aire y continué...

«...Ayer, a las cinco de la tarde, mi abuela abrió otra ventana... la ventana de su celestial morada. Desde allá nos mira esta mañana y nos saluda. Nos da las gracias por haber venido y nos señala el camino correcto para llegar allá. ¡Chao abuela querida!»

¿Por qué dicen que los hombres no lloran? ¿Por qué nos han inculcado tan terrible idea? Yo recuerdo una tarde en la que estábamos de visita en casa de mis padres y mi hijo Esteban se resintió por algo que le hizo un primo suyo. Sus lágrimas se asomaron en sus ojos, y ya estaba a punto de soltar el llanto, cuando mi padre se le acercó, y le dijo en tono amenazante: «Esteban, no llore. ¡Los hombres no lloran!» Mi hijo tragó grueso y se aguantó. Yo no dije nada por respeto a las canas de mi padre. Pero luego tuve que conversar con mi hijo y hacerle ver que en nuestra casa siempre tendría la libertad de llorar cuanto quisiera y en el momento en que quisiera, y que eso de que los hombres no lloran era sólo un mito.

Pero... ¿por qué le dije que en nuestra casa sí podía llorar?  ¿Qué no se puede hacer en donde sea, en presencia de quien sea y en el momento que sea? Es interesante cómo termina la canción que cité de Serrat:

...Como un ladrón
te acechan detrás de la puerta.
Te tienen tan
a su merced
como hojas muertas
que el viento arrastra allá o aquí...

Que te sonríen tristes y
nos hacen que
lloremos cuando
nadie nos ve.

Así es, la mayoría de nosotros nos escondemos para llorar. Esta última experiencia en el funeral de mi abuela me dice que he cambiado. Me he convertido en un llorón. Me cuesta predicar del amor y el poder de Dios sin llorar allí mismo en el púlpito. Me cuesta recordar a los amigos sin llorar; me cuesta escuchar canciones de Cortez y no llorar. Pero no estoy solo en esto, la Biblia registra cientos de ejemplos:

Llora un hombre al encontrarse con sus hermanos:
«Luego José besó a todos sus hermanos y lloró con ellos; fue en ese momento cuando sus hermanos se atrevieron a hablarle». Génesis 45.15[1]

Llora un hombre ante un amigo enfermo:
«Eliseo se puso tan enfermo que estaba a punto de morir. Joás, rey de Israel, fue a verlo, y lloró por él, diciendo: «¡Mi señor, mi señor! ¡Fuiste más importante para Israel que los carros de combate y los soldados de caballería!» 2 Reyes 13.14

Llora un hombre al encontrarse con su amada por primera vez:
«...luego besó a Raquel y se echó a llorar». Génesis 29.11

Lloraron dos hombres al reconciliarse: 
«Esaú, por su parte, corrió al encuentro de Jacob y, abrazándolo, lo besó. Y los dos se echaron a llorar». Génesis 33.4

Lloran dos hombres a su encuentro:
«Cuando el muchacho se fue, David salió de su escondite y, de cara al suelo en señal de respeto, se inclinó tres veces delante de Jonatán. Luego se abrazaron y lloraron mucho, aunque David lloraba más». 1 Samuel 20.41

Llora un hombre ante las malas noticias:
«Cuando oí esto, me senté a llorar, y durante varios días estuve muy triste y no comí nada». Nehemías 1.4

Llora un hombre ante la burla de sus amigos:
«Ante Dios lloro amargamente,
porque mis amigos se burlan de mí». Job 16.20

Llora un hombre ante la pobreza y la miseria:
«…he llorado con los que sufren,
y me he dolido con los pobres». Job 30.25

Llora un hombre confundido:
«Cuando pienso en Dios
me siento desalentado
y me dan ganas de llorar». Salmo 77.3

Llora un hombre santo cuando ve a otro pecar:
«Me dan ganas de llorar
cuando veo que nadie los cumple». Salmo 119.136

Llora un hombre cuando traiciona a su mejor amigo:
«Pedro salió de aquel lugar y se puso a llorar con mucha tristeza». Mateo 26.75

Llora un hombre cuando muere un amigo:
«Jesús se puso a llorar, y los judíos que estaban allí dijeron: “Se ve que Jesús amaba mucho a su amigo Lázaro”». Juan 11.35

Llora un hombre cuando mira a su pueblo camino al desastre:
«Cuando Jesús estuvo cerca de Jerusalén y vio la ciudad, lloró». Lucas 19.41

Así es, Jesús también lloró.
Creo que no ha habido hombre más completo en la tierra que Jesús. Nuestro Señor nunca contuvo sus emociones, sino que encontró un perfecto balance. Y ese balance se logra cuando aprendes a canalizar tus emociones en vez de reprimirlas. Los hombres no sólo debemos dar rienda suelta a nuestro enojo, sino también a nuestro gozo y a nuestro llanto. Para todo hay un momento, así nos lo enseña el Eclesiastés.

Un momento para llorar,
y un momento para reír.
Un momento para estar de luto,
y un momento para estar de fiesta. Eclesiastés 3.4

Nuestro Señor siempre vivió el momento. Nosotros no, quizás porque, como dice mi amigo Alfredo, nosotros hemos perdido la capacidad de asombro. Esa habilidad de respuesta ante el encuentro... encuentro con la injusticia, encuentro con lo irracional... con lo bello, con lo hermoso, con lo sutil, con la miseria, con una flor, con un arcoíris, con una vieja foto, con una canción... Ver que Jesús se enoja contra los mercaderes del templo, lo asimilamos o entendemos mejor que cuando lo vemos llorar. Sabemos que lloró, pero es sólo un dato. ¿Cuántos sermones hemos escuchado acerca de Jesús y su llanto? Yo al menos no he escuchado ninguno.

Los hombres debemos aprender a llorar, aprender a entrar en contacto con nuestras emociones. Estoy leyendo un libro titulado «Ten Stupid Things Men Do To Mess Up Their Lives»-- Diez cosas estúpidas que hacen los hombres para echar a perder sus vidas--, en uno de sus capítulos encontré estos consejos, con los cuales quiero ya terminar:

1. Reconoce que en verdad tienes necesidades y reacciones emocionales.
2. No esperes hasta que tus emociones se vuelvan muy abrumadoras para comenzar a examinarlas y hablar de ellas.
3. Acepta que tener emociones es tan natural como tener testículos.
4. Entiende que las experiencias emocionales son algunas veces como el silbido de una tetera que advierte que el agua ya está hirviendo.
5. Reconoce que las emociones son también parte integral de tu apreciación de las cosas lindas de la vida.
6. Acepta también que tus emociones son información que viene de lo interno; ellas te hacen único y sin ellas no habría textura ni dimensión en tu vida.
7. Decide respetar tus emociones y acepta que son tan valiosas como tu identidad, tus experiencias y tus acciones; y que sólo tomarás control sobre ellas si las aceptas como verdaderas.

«Más vale llorar que reír;
el llanto nos hace madurar». Eclesiastés 7.3
n


[1] Todas las citas bíblicas son tomadas de la Biblia Traducción en Lenguaje Actual, de las Sociedades Bíblicas Unidas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario